En un rincón del imperio romano, hace más de dos mil años, hubo un día un puñado de obispos que acabando de salir de su espanto –tal vez por haber visto fracasar un sueño– se sentaron junto a la Madre de Aquel que había sido su sueño, pero también su despertar. Sentados con ella, a la espera de un signo definitivo de aquella luz de la que habían sido testigos, recibieron un mandato que sigue actual, y sigue salvándonos del miedo a estar perdidos.
Es que lo de sentarse junto a la Madre, no cabe duda, es lo que todos solemos hacer cuando el miedo nos agarra porque las sombras amenazan con volver. Contra ciertos miedos nocturnos solo nos valen abrazos maternos, de los que aclaran las horas más oscuras. En un rincón de Europa, hoy también, en este trozo de mundo tan cansado y hasta un poco adormilado, dos sucesores de estos apóstoles, sentados a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, en el cuarto día de la Novena a la Virgen de Covadonga, se encontraron ellos también a los pies de la Madre, pidiéndole que le pidiera a su Hijo que, a sus pueblos, el de Cantabria y el de Asturias, no les falte hoy ese vino que es el Espíritu Santo: la luz de Cristo, en nosotros.
Ese cuarto día de Novena fue, en efecto, como un día de luz en medio de tantas sombras. El obispo de Santander, Mons. Manuel Sánchez Monge, presidió la celebración en el Santuario, acompañado por Mons. Jesús Sanz Montes, que le invitó y le acogió en su diócesis. Con ellos dos, el Abad y los Canónigos de Covadonga, acogieron también a todos los hermanos, de esta región hermana que es Cantabria, que vinieron en este viernes por la tarde a la Santa Cueva. En su homilía, centrada en el tema de la familia –ya que el Evangelio fue el de las bodas de Caná– don Manuel no se echó atrás a la hora de denunciar los ataques que hoy sufre el matrimonio, ni rehusó hablar de las maneras con las que, ese primer amor del que todos salimos sabiéndonos, en cualquier caso, hijos, se encuentra hoy amenazado. Pero un apóstol es alguien que aprendió a no quedarse sentado solo, como decíamos, mientras a su gente le falte el vino. Por ello el centro de su predicación, y del testimonio que nos dio, fue más bien esa pregunta: “Con todo esto que está pasando: ¿qué es lo que nos dice, hoy, la Virgen de Covadonga?”. Lo que en ese día de hace más de dos mil años los apóstoles descubrieron, junto a María, “es que podemos pertenecer a una familia distinta a la de la carne. La familia de los hijos de Dios, la Iglesia. De los que han descubierto que el verdadero esposo de la humanidad es Cristo mismo, que nos ha dado su sangre, para que tuviéramos, en nosotros, Su vida”.